Soy de los que creen que todos los lugares tienen un alma, y el trabajo del viajero es descubrirla. El alma de Cartagena está allí en sus calles, al alcance de todos y basta caminarlas con los ojos bien abiertos para encontrarla.

Las calles de Cartagena suelen ser contradictorias. En ellas conviven el oro y el barro, la pena y la gloria, se atesoran memorias de una gloria pasada y de un futuro incierto, de batallas ganadas y de almas perdidas.

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Aún nos sumergen en el encantamiento de un mundo mágico que vive detrás de su Puerta del Reloj, en sus veredas angostas, sus paredes de colores, sus callejones oscuros, sus plazoletas, sus catedrales góticas, sus rincones heroicos y sus cúpulas florentinas custodiando al mar. Cada calle guarda un enigma detrás de los picaportes de sus portones ancestrales, de los barrotes de sus ventanas y de sus balcones adornados con flores y enredaderas. Pero unas cuadras mas allá de su imagen señorial, también albergan el caos, la mugre, la desidia y son tan sofocantes que las aguas sucias de las zanjas se evaporan en el calor del mediodía.

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En ellas se pueden ver cenas de lujo a los pies de la Iglesia de Claver y personas comiendo de la basura a la vuelta de la esquina. Pueden hablar de la soledad, de la luz tenue de un farol sobre la acera o pueden dejar la estela de los focos del tránsito de sus avenidas. Se puede recorrer en paseos románticos en carruaje, agobiantes en busetas destartaladas o estruendosos arriba de las “chivas rumberas”.

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Las calles de Cartagena son una mezcla entre el glamour de Bocagrande, la majestuosidad de la Ciudad Amurallada, la delicadeza de San Diego, la mística de Getsemaní y el olor nauseabundo del mercado de Bazurto. Hay negros, blancos, mestizos, paisas, chinos y gringos. Hay fútbol, ajedrez, literatura, arepas con queso, ceviches, ron, mango, papaya, amigos, besos, amores y odios. Hay sexo, droga y son.

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Por supuesto, cada calle tiene su banda sonora. Se escucha la mejor salsa en “Lo de Fidel” o el peor Vallenato de los barrios bajos. Hay flamenco en la Plaza Bolivar, un negro tarareando su Cumbia, el ruido de las olas rompiendo en el malecón o la melodía de un solitario trompetista tocando en la oscuridad.

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En las calles de Cartagena hay gente. Gente que llora, que ríe, que grita, que canta, que reza. Gente que va y viene. Gente que vive y que sobrevive. Hay gente que se atreve a soñar y gente que aprende que en la vida hay que aguantar.

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Sus murallas atestiguan historias de libertad y de esclavitud desde hace cinco siglos, hasta el día de hoy. Los libertadores están en las estatuas de los parques mientras los esclavos siguen sirviendo a los conquistadores que viven en sus yates aparcados en el puerto y cenan en el Hard Rock Café.

Las calles de Cartagena son más que el reflejo de la sociedad que pisa sobre ellas. Son la puesta en escena de un mundo de ensueño, pero hay que animarse correr un poco el telón para ver la obra completa.

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