Pasarle por al lado al Volcán Licancabur es un milagro. Simplemente eso. O para quienes no sean adeptos a este tipo de creencias, podría ser considerado como un acto de magia. «¿Quién será el mago de esta tremenda travesura?», pienso mientras estampo la frente contra vidrio de la camioneta en un profundo estado de hipnosis sobre una imagen tan increíble que no puede ser, no puede existir.

Chile-Atacama-26El autobús sube la cuesta lentamente hasta que de repente despierto de mi trance cuando el camino de tierra se hace de asfalto y un cartel nos da la bienvenida a territorio chileno. Una manada de llamas y alpacas se disipan sobre el pastizal de la puna. Detrás dejamos la altura de Bolivia y el maravilloso Salar de Uyuni como un recuerdo indeleble. Hacia delante la carretera es un eterno tobogán serpenteado hasta un verde manojo de árboles que contrastan sobre el naranja del desierto. A lo lejos podemos ver los primeros rastros de San Pedro de Atacama.


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San Pedro está ubicado en el centro de la mismísima nada. Es que por si no lo sabés, y aunque el Sahara le gane en marketing, el Desierto de Atacama es el más árido del mundo. Por eso es uno de los mejores lugares para observar las estrellas.

No se por qué, pero los desiertos tienen algo que me atraen de una manera muy poderosa. Ya me había sucedido en el de Erg Chebbi en Marruecos. El silencio, la quietud y la ausencia producen en mí una especie de hechizo. Es que para alguien que aún cree en la magia, el desierto es exactamente lo mismo. El secreto siempre está a la vista, allí dónde aparentemente no hay nada.

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La montaña rusa termina en el puesto de migraciones para hacer el papelerío de rigor. Revisión, sellado, “Bien-veni-o Güeón” y listo: Chile, es mi vigésimo país visitado. Ya es el mediodía. Nos habíamos despertado a las tres de la mañana para observar los geisers a temperaturas de quince grados bajo cero. Aquí, a tan pocas horas de ese gélido amanecer, usar ojotas, pantalón corto y sentir ese pique del sol quemándome la piel, se siente como un placer casi sexual.

El pueblo es oasis. Tiene una pequeña capilla que data de 1744, con un campanario en donde descansan cientos de palomas que salen ejectadas en conjunto cada un determinado lapso de tiempo que no pude descifrar. También tiene una plaza; una calle principal llena de comercios y el resto son casas de adobe. Todo muy pintoresco, turístico y costoso. Pero tiene algo especial. Se trata de un lugar de encuentro entre la comunidad nativa, la clase alta chilena que se da unos días de ocio y una comunidad itinerante (léase “hippie”)  que transita el sueño de recorrer Latinoamérica. Todos los días, alguna señora bien de Santiago, le compra algún excéntrico tejido autóctono a un local que a su vez le compra a un viajero algunas pulseritas de macramé para regalarle a su hija y ayudarle a dar la vuelta al mundo. Una y otra vez, el ciclo es eterno.

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Como estábamos invitados a un hotel (hacia mucho que no estábamos tan cómodos) la primera noche dormimos más de la cuenta y salimos de paseo un poco tarde. El nombre de Valle de la Muerte más me inquietaba a medida que me acercaba. Generaba una cierta tensión, como un embrujo, como todo aquello que no podemos entender del todo.

Para llegar, hay que caminar unos cuantos kilómetros por la ruta y desviarse por un camino de tierra que se pierde entre un conjunto formaciones rocosas de vaya uno a saber cuantos miles de siglos atrás, pertenecientes a la Cordillera de Sal. Si, es de sal, realmente, aunque aparenta ser madera.

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El sol pegaba muy duro y eso que eran las cinco de la tarde. Me maldije varias veces de no haber llevado suficiente agua. Luego de un largo caminar y un poco de sudor llegamos a la Duna Mayor, desde dónde un grupo de turistas se lanzaban haciendo sandboard.

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El camino seguía cuesta arriba y se me ocurrió la idea de que la altura podría ser un buen mirador para esperar el atardecer. Esa decisión fue letal. A medida que subíamos, el viento se hacía tan fuerte que había que empujar el aire para poder avanzar. Aparte, el viento no venía solo. Traía consigo una especie de mini-tormenta de arena que nos obligaba a caminar mirando el piso, que para ese entonces ya era un arenal que dificultaba la pisada. Iba a seguir, ya me había propuesto el crepúsculo en la cima. Finalmente llegamos y como suele suceder, el premio y la satisfacción están garantizados. El sol caía detrás de la duna y sentados en una roca que hace de trampolín al precipicio, el valle parecía un inmenso cartón abollado. El cielo, una acuarela con pinceladas blancas que intentan a asemejarse a las nubes.

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Si de magia hablamos, el Valle de la Luna sería el gran show, todo allí parece lo que no es. Como se encuentra unos cuántos kilómetros más lejos, tuvimos que volver a la carretera a hacer dedo. Nos levantó una pareja de australianos, temerosos de que nos incendiemos en medio del desierto. Juntos recorrimos el camino hasta llegar al primer hito: Las cavernas. Son unos túneles que se formaron naturalmente a través del tiempo y la erosión en donde hay sitios en los cuales la única manera de pasar es pegándose al piso. Los pasadizos se abren y se cierran, se iluminan y oscurecen cuando entra la luz, formando millones de figuras entre las rocas onduladas que parecieran talladas a mano. Esas figuras no existen, o sólo existen para uno, en ese instante de foco de la mirada. Luego desaparecen para siempre sin aviso ni explicación.

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El laberinto subterráneo desemboca en la entrada a un enorme cañón. Caminamos siguiendo su curso. Estamos realmente solos, ya que muchos siguieron por la carretera. A cada paso, sólo se escucha el eco de nuestras voces y un sonido extraño que nos llama la atención, como un vidrio agrietándose. Cada vez que suena ese «crack-crack», me detengo y miro para todos lados. No veo nada. Sigo y me engaña nuevamente. Me acerco a una de las paredes, rompo un pedazo de piedra con mi mano y se desintegra en varios trozos de sal. Aquel gigante macizo, pareciera tener la fragilidad de un cristal y sólo pienso en no ser el desgraciado testigo de que luego de millones de años todo se derrumbe de una buena vez con un chasquido de dedos.

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El cañón nos lleva directamente a la Gran Duna, que por supuesto hay que subirla antes que anochezca para poder apreciar el «acto principal» desde un lugar llamado el Anfiteatro. Desde arriba, me pregunto si el nombre del Valle se debe a su similitud con la superficie lunar, o a ese redondel de queso que asoma detrás del volcán. Paradójicamente, el mago de la obra no es la luna, sino el sol. La luz, hace todo el número de ilusionismo. A cada segundo cambia la paleta de colores del mundo. Celeste, amarillo, naranja, rojo, rosa, violeta, verde, azul. El espectáculo es inmenso y efímero. En cuestión de minutos se termina la función.

Todo sucede mientras en el fondo del escenario el Volcán Lincancabur me tiene atado a su encantamiento. Afino la vista. “En algún lugar está el truco”, me digo y recuerdo que para disfrutar de la magia es mejor ser un poco ingenuo.


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DATOS ÚTILES PARA POTENCIALES VIAJEROS

 

La moneda oficial de Chile es el Peso Chileno. (u$s 1 = 590 Pesos Chilenos)

¿Qué hacer? 

El pueblo es muy bello y pintoresco. Al recorrerlo podrán disfrutar de su tranquilidad y paisajes con el Volcán Lincancabur de fondo.

Valle de la Muerte:

Es gratis y como está a unos pocos kilómetros del pueblo, se puede llegar caminando o en bicicleta.

Valle de la Luna:

Hay operadoras de turismo que lo ofrecen el tour con guía y traslados. Pero pueden llegar haciendo dedo o en bicicleta (para caminar es demasiado). La entrada cuesta 2.000 pesos chilenos. Les aconsejo quedarse a ver el atardecer.Además, en el pueblo mismo hay decenas de agencias de viajes que ofrecen diferentes tours a los atractivos de la zona. Los más destacados son: Los Geisers de Tatio, el Salar de Atacama, Termas de Puritama y el Pucará de Quitor.

¿Dónde dormir? 

Nosotros nos alojamos por invitación del Hotel Don Raúl. Es un lindo y sencillo hotel hecho de adobe. Realmente quedamos muy contentos con el servicio y la buena onda de su dueño y trabajadores. Obviamente hay opciones más caras y mas económicas, incluídos algunos campings. Nada es muy barato en San Pedro.

¿Qué comer? 

Hay muchísimas opciones y para todos los gustos. Desde restaurantes boutiques hasta los económicos “carritos”, donde podrán conseguir un almuerzo por 3 o 4 dólares aproximadamente. Les recomiendo probar los platos a base de carne de llama. Repito que nada es barato, con lo cual también es una buena opción comprar para cocinar.

 

Como estuve muy poco tiempo no tengo muchos más datos para darles, pero aquí les dejo una completa Guía para viajar con bajo presupuesto, de Caminando por el Globo.

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