“Las regiones más signadas por el subdesarrollo y la pobreza son aquellas que en el pasado han tenido lazos más estrechos con la metrópoli”, dice Eduardo Galeano.

De todas las venas abiertas de América Latina, el Potosí fue sin dudas su yugular. Desde sus profundidades, el Cerro Rico derramó la cantidad de plata suficiente que permitió el capital fundamental para la revolución industrial. Aquí me encuentro frente a una montaña que cambió el rumbo de la historia mundial.

 

Ya no hay plata, ni siquiera un poco. Aunque aún el cerro sólo vomita algo de estaño. Dentro de las minas trabajan niños de catorce años, que según las expectativas promedio vivirán hasta los cuarenta y cinco. Las cooperativas, funcionan como empresas capitalistas donde los que ganan y los que pierden son siempre los mismos. Ellos viven en los pueblos mineros y muchas veces en las periferias que se extienden cada vez más como panales de abejas de chapa y ladrillos a la vista. En el mercado minero se vende por igual la coca, alcohol potable y dinamita que los europeos les llevan obligatoriamente en cada tour. Es lo que les regala el sistema por una vida entre la mugre y oscuridad de la mina. Leo una cartel que reza: “Sin mineros, no hay Potosí”. Ellos lo saben, todos lo saben. La historia se repite cinco siglos más tarde. La historia siempre es la misma.

En la Casa de la Moneda, el mascarón refriega su sonrisa cínica.El progreso nunca llegó, y si se hizo ver, fue sólo para unos pocos. Mientras la montaña desborda de tonalidades, producto de la explotación minera, abajo la vida transcurre en blanco y negro. Algunos semáforos cambian de color pero es en vano, las combis no respetan a nadie. No importa si eres un viejo o un niño, si te cruzas te pisan. Igual pasa con los animales. Dos perros pelean en una esquina. En Potosí encontré los más malos del mundo, con una saña y una bravura que nunca había visto. La ciudad vive entre la miseria y la nostalgia de un pasado esplendoroso. Las casas señoriales con los escudos de sus dueños notables grabados en las puertas hoy son edificios públicos que se caen a pedazos. Los antiguos balcones y llamadores de las puertas se ocultan detrás del polvo. Aún quedan en pie algunas de las decenas de iglesias con sus altares de oro y una catedral que no abre sus puertas para los fieles, sino sólo para los turistas que paguen el ticket de entrada.

Durante la tarde se convierte en una ciudad fantasma. Cuando llega la noche aparece el frío y las personas. Las veredas no dan a vasto y la gente camina por el medio de la calle. Los focos se encienden y el humo inunda una ciudad que huele a fritura de salchipapas, al mismo tiempo que los borrachos, se multiplican deshechos en el piso de algunos callejones que apestan a orina. Las paredes hablan, gritan frases de amor, de odio y de justicia.

Todo eso transcurre un día cualquiera en Potosí, la ciudad del olvido.

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