A veces hay que tener paciencia y perseguir lo que uno desea, pero otras veces lo es mejor resignarse y dejar de insistir para que las cosas sucedan. En mi post anterior, les relaté buena parte de mi recorrido por a Ruta de los Volcanes en Centroamérica que, aunque no había tenido éxito alguno, me había llevado a lugares increíbles. Comencé a darme cuenta que es mejor pensar en el camino que la meta y en lo que me permitió conocer, que en lo que se me negó. Entonces me sentí reconfortado y creí que ya había visto lo mejor, pero aún no tenia idea lo que me esperaba por vivir…

Intento 5: Rincón de la Vieja, Costa Rica.

Luego de un largo día de viajar a dedo llegamos a un pueblito muy pequeño llamado Curubandé, a unos pocos minutos de Liberia. Desde allí, se accede al Parque Nacional Rincón de la Vieja que, sinceramente, es de los mejores que visité. Es un parque inmenso, tanto que no se puede recorrer en un sólo día y por ello hay que elegir el recorrido que uno desea hacer. Chequeamos destinos, niveles de esfuerzos, tiempos y distancias. Finalmente, dibujamos con los dedos dos recorridos imaginarios sobre el mapa del guardaparques.

Hormigas gigantes

Hormigas gigantes

El primer sendero que elegimos nos llevó a la cascada La Cangreja. En esta zona de Costa Rica, el ecosistema y la geografía cambian ligeramente a lo que habíamos visto en el resto del país. Ya no hay selva húmeda, sino bosques de clima seco. En el piso no hay lodo e insectos extraños, sino un suelo resquebrajado con las hormigas coloradas más grandes que vi. El bosque tiene un aire encantado, con árboles gigantes que se enroscan en cortezas de otros aún mas milenarios formando figuras inimaginables. A lo lejos se escucha el grito de los monos, y el ruido que deja sonar la maleza por algún animal que nos sigue sigiloso sin que podamos verlo.

Luego de dos horas de camino entre bosques de duendes, puentes colgantes, llanuras y pastizales se llega a la cascada. El sitio es como una especie de escondite natural, un pozo en la montaña por donde cae un chorro de agua que forma una piscina de color azul intenso, con algunas tonalidades verdes. No sé si fue la lejanía o el horario en el que llegamos pero el lugar tenia una soledad cautivadora y un silencio tan auténtico que nos daba la sensación de estar solos en el mundo, en contacto directo con la naturaleza. Obviamente nos pegamos un largo baño, y ante la llegada de los primeros turistas, volvimos sobre nuestros pasos.

Paraíso.

Paraíso.

El segundo sendero lo realizamos sobre la zona de actividad volcánica. Al igual que el Arenal, este volcán se encuentra aún en actividad, con lo cual el sendero hacia el cráter se encuentra totalmente clausurado por la emanación de gases nocivos para las personas. No obstante, hay un camino que lleva hacia algunas lagunas y fumarolas que no me podía ir sin visitar. Era lógico, me había recorrido medio Centroamérica para aunque sea, ver salir un poco de humo de la tierra. Ya iba a tener mi recompensa.

Plof!

Plof!

Por recomendación del guardaparques iniciamos el recorrido al revés. Mientras nosotros entrabamos, un francés en perfecto castellano me dijo: Allí dentro duerme el Diablo! Huele a azufre!”. Automáticamente mi nivel de ansiedad subió 100%. A los pocos metros empezamos a encontrar cosas fabulosas. La verdad es que no sé si allí duerme el diablo, pero no tengo dudas que la tierra está bien despierta. Hay lagunas de lodo burbujeando en constante ebullición, algunas de azufre, y varios mini cráteres que sueltan sus cintas de humo como si fueran chimeneas. Todo ello me dejó fascinado, incrédulo, y eso era sólo un adelanto…

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Intento 6: Isla Ometepe, Nicaragua.

A través de los días, la ruta de los volcanes nos hacia más ambiciosos, nos obligaba a sumar kilómetros y a cruzar otra frontera. Esta vez nos llevaba a la bella Nicaragua.

Si de volcanes se habla, estábamos en el país indicado. Nicaragua es uno de los países con más volcanes activos del mundo y, una buena notica, con muy poco control sobre ellos. Al contrario de la seguridad de los parques nacionales costarricenses, aquí todo está en un estado salvaje y hay una consigna implícita: “Si querés subir a un volcán, subilo. Ya sos grande, yo no te voy a andar diciendo que hacer. Eso es asunto tuyo”(Nicaragua dixit).

Entrando por el sur, uno se encuentra con la ciudad de Rivas, a pasitos del Lago de Nicaragua que tiene tres particularidades: Uno, es el segundo lago más grande de América Latina. Dos, tiene unos atardeceres que parecen pinturas. Tres, alberga a la Isla de Ometepe.

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Lo curioso de esta isla es que está compuesta por dos volcanes que emergen en medio del agua aparentemente sin ningún sentido, como uno de esos caprichos que suele tener la naturaleza. Además fue declarada Reserva Natural de la Humanidad, por ser uno de los lugares con mayor biodiversidad del planeta. Desde la ruta, uno puede ver esos colosos como si fuesen dos pirámides flotando sobre el lago. Esa imagen fue un imán que nos llevó a ella. Para llegar, debimos ir al puerto de San Jorge para subirnos a nuestro Ferry El Che” que en media hora de navegación anclaba en Moyogalpa. Es un pueblo de muy pocos habitantes pero con el orgullo de haber nacido en un lugar tan privilegiado, y la conciencia intacta de preservarlo de los daños del turismo masivo. La gente tiene un arraigo tan fuerte con la isla, que muchos de ellos no han cruzado al continente por años y algunos se sienten bien distintos a los Nicaraguenses, a esos que viven al otro lado del agua.

Punta Jesus María.

Punta Jesus María.

No teníamos demasiado tiempo para quedarnos y lamentablemente los volcanes estaban bien tapados por nubes en la cima. Los lugareños nos comentaron que si subíamos, no veríamos demasiado por culpa de la neblina. Por eso preferimos reservar fuerzas, no decepcionarnos una vez más, alquilar unas bicicletas y recorrer otros rincones de la isla. Fue así como llegamos a conocer un extraño lugar donde se puede caminar sobre el agua, encontrar caballos salvajes en una playa inhóspita y ver cielos encendidos de rojo.

Los atardeceres de Nicaragua

Los atardeceres de Nicaragua

Intento 7: Volcán Telica, Nicaragua. Final.

Antes de continuar mi relato, deboreconocer que ni en mis sueños más perfectos pensé que iba a ver lo que vi.Hay cosas que el hombre no puede ver, que son demasiado lejanas. Son esas cosas del mundo que uno sabe que existen sólo porque las vio en algún documental de la National Geographic. Tal vez elijan no creerme, yestán en todo su derecho, pues yo no lo creería si me lo contaran. Pero me tendrán que disculpar, yo se los voy a contar tal cual como fue.

Hacia varios días que estábamos en León, una de las ciudades más antiguas y hermosas de Centroamérica, cuando alguien nos habló de un tal Volcán Telica. No me sorprendía, ya nos habían comentado de varios pero ninguno me llamaba la atención. El Momotombo, me parecía inalcanzable. El Masaya, demasiado insulso y el Cerro Negro, ya extinto, su mayor atracción es que en la cima se hace una especie de culipatín sobre la arena volcánica. Pero alguien nos contó de ese Telica con tanta pasión que se le iluminó la mirada de una manera que intuí especial. Al final nos dió dos recomendaciones, una me parecía obvia, que no vayamos en un tour. La otra me intrigaba, había que ir de noche. De pronto entendí que debíamos ir allí.

Al siguiente día partimos hacia San Jacinto, el pueblo más pobre y más generoso que conocí. Gloria nos dejó armar la carpa al lado de su casa de techo, puertas y ventanas de chapa que el sol se encargaba de convertirla en un horno. El piso era de tierra, no tenia agua potable, y debía cocinar a leña. Por las noches dormía en una cama sin colchón. No tenia casi nada, pero todo lo compartía con nosotros. Durante todo el día, casi obsesivamente, se ocupaba de barrer el patio por donde correteaban las gallinas y los chanchos de los ranchos aledaños. Seremos pobres, pero limpios”, decía con determinación.

Acampando en la casa de Gloria.

Acampando en la casa de Gloria.

Tan bien nos trataban que nos tomamos algunos días para subir al volcán. En una de las tardes, fuimos a la cancha del pueblo a ver a los niños jugar al fútbol. Por supuesto todos ellos se acercaron creyendo que eramos europeos, astronautas o habitantes de algún planeta lejano. Entre chistes y juegos nos contaron que “los más grandes” iban a subir a la cima al día siguiente, e hicieron las gestiones pertinentes. Muy rápidamente los conocimos y nos invitaron a subir con ellos.

La banda, era un grupo de diez jóvenes que cargaban con machetes, botellas de ron y un equipo de música con la idea de pasar una noche de tragos en un lugar alternativo al bar, pero aún así, para muchos de ellos era la primera vez que hacían la travesía. En verdad, es extraño que la mayoría de la gente del pueblo, nunca subió y ni le interesa. Cuando les contábamos nuestros planes nos preguntaban frunciendo el ceño “¿Y para qué van hasta allá?” , extrañados, como si fuésemos dos idiotas sin otra mejor cosa que hacer. Salimos al atardecer, cuando el sol empieza a dar tregua pues el calor es insoportable en las horas de la tarde, y también porque como nos dijeron, había que llegar de noche. ”Vamos a ir por otro camino” nos dijeron y nos pareció muy bueno, dado que íbamos con nativos de la zona que debían conocer los mejores atajos.

Camino al Telica

Camino al Telica

Resultó que “el otro camino” era a campo traviesa por el monte entre medio de maizales, limoneros y palos de mangos. Luego, se empalmaba con un sendero que nos llevó en subida hacia una planicie previa a la cumbre donde podíamos acampar. Nos tardamos más de cinco horas para llegar, y por supuesto, ya era de noche. Automáticamente se armó el campamento, se prendió la fogata, se encendió la música y empezaron a circular las rondas de aguardiente. Entre copa y copa me enteré que estábamos a sólo unos pocos metros del cráter pero la oscuridad no nos develaba la distancia. Recordé por qué estaba allí y pregunté: “¿Voy a subir, quién viene?”. Entonces pasó algo de lo más extraño. Se miraron entre todos aunque cada uno miraba para cualquier lado. Se hizo una larga pausa hasta que empezaron a discutir entre ellos. “Vamos a acompañarlos…” dijo uno.“No, que voy a ir a hacer yo allá…” decía otro. Entonces entendí los gestos de la gente de San Jacinto cuando les preguntábamos sobre el Telica, por qué nos miraban extraño, por qué no lo conocían. Es que aunque no lo reconozcan, muchos le tienen algún tipo de respeto o de temor al Volcán.

Llegaron hasta acá y no van a subir?”, pregunté. Más de la mitad optó por el “No” y prefirieron quedarse en el campamento. Nosotros con otros cuatro valientes decidimos ir a ver que tanto había allá arriba. Subir un volcán en la noche no es nada fácil sobre todo por las piedras sueltas que hay en la cima, pero mientras más nos acercábamos había una luz que nos guiaba. De repente en medio de la oscuridad, cuando uno menos lo espera se termina el suelo y se encuentra cara a cara con el cráter. Como un impulso, retrocedimos unos paso y nos acercamos con cuidado por si el piso se deshacía debajo de nuestros pies. Nos asomamos con la cautela de quien se asoma a un precipicio y allí estaba, en el fondo de ese hoyo podíamos ver la lava ardiendo frente a nosotros. El resplandor que emitía era tan fuerte como el ruido que venia del interior, que parecía al de un motor en marcha. Mis ojos no podían creer todo lo que estaban viendo, estaba parado en el borde de un volcán activo, con todos mis sentidos sobrestimulados por un espectáculo tan majestuoso, y déjenme repetir una vez más: Increíble.

La foto no es de lo mejor, pero sepan que lo rojo es lava.

La foto no es de lo mejor, pero sepan que lo rojo es lava.

Allí parado, en ese momento y en ese punto tan impresionante del planeta, debo confesarles que experimenté algo que jamás había vivido. La soledad, la oscuridad, el olor a azufre, el ruido intenso, el vapor y la luz roja saliendo de ese agujero gigante. Todo ello, me daba la sensación de estar frente a algo demasiado poderoso e impredecible. No sé si la palabra es miedo o respeto, pero lo cierto es que uno siente algo parecido a como cuando ve una película de suspenso, una especie de adrenalina donde una parte del ser quiere ir más lejos mientras la otra parte se retira. Sin dudas había una energía extraña, donde el ambiente se vuelve demasiado serio e inquieto, como si todo el tiempo algo vaya a suceder y no sucede nada.

Detrás mio estaban los cuatro nicaraguenses que no se habían animado a asomarse en ningún momento. No obstante, nos quedamos un buen rato contemplando al volcán sin querer movernos de allí, tratando de grabar todo en la memoria. A la mañana siguiente, salimos de nuestras carpas y vimos con toda la luz del día, lo que la noche nos había escondido. La cima y el cráter echando una gran columna de humo al cielo perfectamente celeste. Obviamente, volvimos a subir ya más confiados y luego de las fotos de rigor, decidimos emprender el regreso. Esta vez el camino era otro, mucho más largo a través de las cimas de las montañas. El calor era implacable, pero ni el sol, ni el cansancio me quitaban de la conciencia el impacto de saber que aquello era una de esas cosas que seguramente jamás volveré a vivir.

Así me desperté esa mañana...

Así me desperté esa mañana…

En el cráter.

En el cráter.

En medio del camino paramos a hacer un descanso. Desde allí podía ver juntos, al Volcán San Cristobal y al Telica en una postal imponente. Nos sentamos un rato para contemplarlo mejor. Aún me genera inquietud pensar que hacía minutos yo estaba parado en ese borde que ahora veía como una imagen de ciencia ficción; en aquel hueco tan misterioso que conduce al centro del planeta, a ese lugar tan excitante que sedujo al propio Julio Verne. Allí donde todo es latente, vibrante, donde la tierra está viva.

El Volcán Telica y el San Cristobal al fondo

El Volcán Telica y el San Cristobal al fondo

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