“La prisa mata, amigo. Es el lema del desierto», me dice Said mientras yo intento apurarme para sacar algo de la mochila.  Me subo a mi camello y veo el horizonte de dunas. Escucho el silencio. Me encuentro en medio del desierto, sin nada alrededor más que viento y arena. El entorno conspira con esa frase que luego de años de vivir el ruido y el stress de la ciudad, ahora se me revela como una verdad absoluta.

Junto a Said reconociendo la zona.

Junto a Said reconociendo la zona.

Said no sólo es nuestro guía, sino nuestro «Host» en Hassi Labied y desde entonces un gran amigo. Es tranquilo, callado y hospitalario. Para todo se toma su tiempo. Cada frase, cada palabra viene con una respiración antes y un silencio después. Tiene sangre bereber en sus venas, ojos negros y una sonrisa inocente. El papá de su papá era un auténtico nómade, de esos que conocemos de los libros de cuentos de aventuras. Said conoce el desierto como su propia casa. No necesita mapas, ni GPS, ni siquiera mirar las estrellas. Cuando le pregunto sobre cómo hace para moverse en el desierto, me responde: “Sólo voy y ya”. 

Hassi Labied y Merzouga son dos pueblitos muy pequeños de calles de tierra y casas de adobe. Ambos se encuentran frente a las dunas de Erg Chebbi, bien al este de Marruecos, casi en la frontera con Argelia. Tres días antes de la frase de Said llegábamos en bus desde Fés, uno de los lugares más caóticos que he conocido. El cambio fue radical: Del estimulo constante pasamos a una total desolación. Poco a poco empezamos a sentir como si viviéramos en cámara lenta.

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En este rincón del planeta el sol es un personaje principal. Las temperaturas ascienden a 45 ó 47 grados con suerte. Durante el día todo quema, la ropa, los objetos y el suelo. Es como estar dentro de un horno las 24 hs. El aire se espesa y se respira tan caliente que uno lo siente pasar desde la nariz hasta los pulmones. Basta dejar una remera mojada a la intemperie durante 10 minutos para encontrarla completamente seca. Aquí el calor es tan intenso que por la tarde la gente desaparece y las calles se convierten en las de un pueblo fantasma.

Por suerte, y contrariamente a lo que uno supone, en el desierto hay mucha agua. Si, mucha pero subterránea, así que no es tarea fácil hacerse de ella. Hassi Labied tiene un pozo comunitario al cual acuden las mujeres cada mañana, a rellenar sus botellas para todo el día. Sin embargo, hay agua corriente. Curiososo, ¿no? Es que la gente de por aquí confía más en el agua que le brinda la tierra que la del grifo. Las comodidades del progreso les ha traído las mayores enfermedades, frente a las eternas bondades de la naturaleza. Decenas de veces le ofrecí a Said un poco de mi agua mineral y él siempre prefería tomar su agua bereber, como la llaman por aquí.

Además el agua del desierto cumple otro rol fundamental. La comunidad reserva un determinado espacio de tierra para sus cultivos. Ese sector, dividido por familias en partes iguales, esta atravesado por un sistema de canales de riego que llevan el agua del pozo de manera constante. Dicen que esa vertiente nunca se acabó ni se acabará. De esta manera se aseguran el riego a cada parcela que tiene derecho a 5 hs diarias y luego debe cederla a la siguiente.

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Unos kilómetros al sur de Merzouga queda Khamlia, un pueblo de negros venidos de Senegal que se instalaron en esa zona de Marruecos. Allí fuimos a visitarlos, pedaleando en bicicletas durante horas sobre rutas totalmente vacías y sorteando algunas tormentas de arena. Ellos aún guardan sus costumbres, así que cuando llegamos, un grupo del lugar nos invitó a tomar el té y nos tocaron su música tradicional. Sinceramente el esfuerzo valió la pena, ya que fue uno de los momentos más bonitos que viví en el viaje. Era tan rítmica y espiritual, tan conectada con la tierra me dejó encantado. Para componer una obra de arte, ellos no necesitan más que sus manos para aplaudir y sus voces para cantar. Al final del show, pude conversar sobre música con ellos. Hasta me dejaron tocar el Guembri, un instrumento que se parece a un bajo  construido con un tronco ahuecado, cuero y tripas de animal como cuerdas.

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Luego de pasar algunos días conociendo Hassi Labied fuimos realizar una de las experiencias más extraordinarias que hice en este viaje y que fue el motivo principal que nos llevó hasta Merzouga: La travesía al desierto, que consistió en pasar dos noches y dos días viajando a través de las dunas montados en nuestros en camellos.

Salimos del pueblo por la tarde. Como ya les conté, Said fue nuestro guía.  Cuando vino a buscarnos, casi no lo reconozco porque se nos apareció con su vestimenta bereber: Túnica y turbante. Resulta que salir al desierto sin el atuendo típico es una ruptura a la tradición y no implica un buen augurio para la suerte en el viaje.

Con su “Yala, Yala”, (Vamos, vamos!) me llevó hacia las primeras dunas y me presentó a quien iba a ser mi medio de transporte, mascota y amigo por los próximos días. Mi camélido personal. Como no tenía nombre, le puse Román. 

Con ustedes, Román!

Con ustedes, Román!

El viaje hasta el primer campamento duró aproximadamente dos horas. El dromedario tiene un caminar lento, pero constante. Sin apuros, pero con la certeza de saber llegar. Pereciera tener algún tipo de sabiduría, como si supiera que “la prisa mata”. Yo me brindo a él y a Said, a vivir sus vidas, su mentalidad, sus espacios y sus tiempos.

Mientras más nos adentramos, el paisaje se vuelve cada vez más increíble. Cada duna que pasamos es una nueva fascinación. Son de esos momentos tan asombrosos, que uno siente que está en otro planeta, que eso que están viendo sus ojos no puede ser real.

La arena se pone dorada, brillante. El cielo, perfecto. El mundo aunque no es un wallpaper, nos regala fotos como esta:

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Wallpaper

Llega el atardecer y las dunas doradas se vuelven naranjas. Luego rojas. El cielo se tiñe de rosado en degradé hasta el azul oscuro. Todo cambia, lenta y armoniosamente.

Para cuando cae la noche llegamos al campamento. La oscuridad nos recuerda la magnitud de dónde estamos, que somos apenas un punto en medio de la nada. Nunca había tenido la sensación de estar tan aislado del mundo “civilizado”. Aquí, la distancia y la naturaleza nos hacen sentir demasiado ínfimos.

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Nos conocemos con otros viajeros, cenamos Tajín, tomamos té y pasamos una noche amena. Un grupo de bereberes nos agasajan tocando su música tradicional de tambores. Todos cantamos, todos bailamos, todos reímos.

Pasamos un buen rato mirando las estrellas. En ese momento una pareja de españoles me hizo vivir en un chiste de gallegos en vivo y en directo. La situación fue más o menos así:

–          Manuel quiero ver una estrella fugaz!
–          Ahí va una!
–          Uy! No la vi!
–          Ahí va otra!
–          Ay  no la vi! Por qué pasan tan rápido?
–          Joder, Yoli! Que es lo que no entiendes del concepto de “Fugaz”?
–          Y esa luz que titila y  se mueve es una estrella fugaz?
–          No, eso es un satélite, Yoli.
–          Ahh… Y esa luz que titila y no se mueve?
–          (………………¿?¿?¿?¿?……………… ) Pues es una estrella! Coño!
–          Pues déjame! Yo soy feliz viviendo en la ignorancia.

Luego de pasar horas entre risas y estrellas, el fin del día nos encuentra durmiendo en nuestras Jaimas,  una especie de tiendas que se arman con alfombras y retazos de telas para protegerse de las tormentas.

Las famosas Jaimas.

Las famosas Jaimas.

A la mañana siguiente nos separamos de los grupos de turistas (que se vuelven para el pueblo) y seguimos viaje para cruzar las dunas hasta llegar al límite con Argelia.  Viajamos en busca del desierto negro, que se lo denomina de esa manera porque en vez de arena está formado por piedras que dan un aspecto oscuro. Allí vamos a visitar una comunidad de familias nómadas para conocer su forma de vida.

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El camino se convierte en todo lo que uno espera del desierto. Los kilómetros de dunas se hacen muy hostiles. El calor agobia, el agua escasea y el sol no da respiro. Mi camello Román parece cansado así que debemos seguir a pie. La arena quema y se hace más difícil para transitar, pero el entusiasmo nos hace seguir adelante. Said no parece sentir nada de cansancio, sigue con su caminar constante, sin apuros.

Mientras tanto el paisaje sigue siendo inexplicable. Todo se vuelve dorado, y todo se vuelve igual. En las dunas perfectamente redondeadas, sólo se marca nuestra huella. El desierto nos muestra sólo el camino que dejamos atrás, por delante es todo incierto y el futuro se crea a cada paso.

Todo transcurre muy lentamente. Ninguno habla, tan sólo caminamos. Andamos sin romper el silencio, sin ruido, sin molestias, sin contaminación. Cada uno se conecta consigo mismo y con su alrededor disfrutando del mundo que se nos brinda.

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Finalmente al subir a la cima de una de las dunas más altas, allá lo vemos: El desierto negro. Comenzamos la bajada. A medida que nos acercamos, los burros y los chivos nos dan la bienvenida. Llegamos hasta la vivienda de una familia que nos recibió muy hospitalariamente. Ellos viven en chozas, muy precarias, pero parecen no necesitar nada más. No necesitan objetos, ni riquezas. Su vida esta ahí, en disfrutar cada momento del día. Said nos cuenta que su abuela, que también es nómada, no quiso bajo ningún motivo asentarse en el pueblo y que anda por algún lugar del desierto, sin noticias desde hace más de seis meses.

Nos presentamos. Nosotros no hablamos árabe y por supuesto, ellos tampoco español. Pero evidentemente, no hace falta compartir el mismo idioma para comunicarse, con algunas sonrisas bastan. Nos invitan a comer una pizza bereber, una especie de tarta que se cocina debajo de la tierra. Disfrutamos de la cena y luego nos vamos todos a dormir, esta vez no es en jaimas sino como ellos, al aire libre.

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Nos acostamos en el piso y de repente sucede la magia. Cierro los ojos para ver si no estoy soñando, pero los vuelvo a abrir y todo sigue igual. Es el cielo más hermoso que he visto en mi vida. Creo que los cientos de millones de astros que hay en el universo se juntaron todos allí, en ese momento y en ese lugar. Es como una nube de estrellas. No hace falta mucho para ver estrellas fugaces, uno cuenta hasta 10 y ya pasó alguna. Es el espectáculo más maravilloso que se puede ver y la naturaleza lo ofrece gratis para quién se tome el tiempo de mirar hacia arriba. El cansancio y el sueño asechan pero no quiero cerrar los ojos, no quiero perderme nada, no quiero que se termine nunca. Intento guardar todo en mi memoria, como si hiciera una foto mental mientras la luna se pone detrás de las dunas.

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Toda la vuelta a casa transcurrió en silencio, como si le hiciéramos un homenaje a la calma. Es tan placentero viajar así, disfrutando de cada segundo, sacándole el jugo a cada momento.

Creo que en esas cuatro horas de viaje, el paisaje, la tranquilidad y lentitud me hicieron entrar en un estado de hipnosis. Empecé a hablar conmigo mismo y a pensar que puede ser una buena manera de vivir.

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Vivimos todo el tiempo corriendo sin siquiera detenernos a pensar si realmente queremos ir hacia donde vamos, si el destino de nuestra carrera tiene algún sentido. Vamos sin mirar a nuestro alrededor, sin frenar, respirar ni observar lo que nos pasa a nosotros mismos. Sólo marchamos detrás de ello, sin más. Todo es ya y siempre es tarde. Me pregunto: ¿Hacia donde corremos? ¿Por qué corremos? Me doy cuenta que aquí en el desierto no hay apuros, porque no hay demoras.

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Nuestras vidas transcurren a través de carreras: Profesionales, universitarias, etc. Siempre me pregunté porque las llamamos carreras y no caminos, por ejemplo. Es que una carrera implica un fin, una meta a llegar de antemano. Un lugar al que no sólo se debe llegar, sino se debe llegar rápido. Y en lo posible, primero. Los caminos, como los que emprendí en este viaje, nos pueden llevar a distintos lugares, a destinos que jamás hubiésemos imaginado. Los caminos, como en el desierto, pueden no existir. Y donde no hay caminos es mejor vivir el viaje.

Paramos para hacer un descanso. Yo sigo pensando en todas esas cosas que me enseñó el desierto, mientras no puedo encontrar un lápiz en mi mochila para anotarlas. Entonces la voz de Said me interrumpe: “La prisa mata, amigo. Es el lema del desierto.” 

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Erg Chebbi, Hassi Labied, Marruecos.

Erg Chebbi, Hassi Labied, Marruecos.

DATOS ÚTILES PARA POTENCIALES VIAJEROS

  • La moneda oficial de Marruecos es el Dirham. 11 Dirhams = 1 Euro

¿Cómo Llegar?

  • Se puede llegar a Marruecos cruzando el estrecho de Gibraltar en ferry desde el puerto de Tarifa (España) a Tánger (Marruecos). También, algunas aerolíneas de Low Cost (Ryanair), ofrecen vuelos baratos desde distintas ciudades europeas hasta Marrakech o Fés.
  •  Para llegar a las dunas de Erg Chebbi, pueden hacerlo en bus hasta Merzouga, un pequeño pueblo al este del país. Nosotros fuimos desde Fés pero hay buses desde distintas ciudades.

¿Dónde Dormir?

  • Tanto en Merzouga como en Hassi Labied, a pesar de ser lugares muy chicos, encontrarán mucha oferta de alojamiento, asi que don’t worry!

¿Qué Hacer en Merzouga?

  • El tour al desierto, puede ser contratado desde Marrakech, pero les recomiendo llegar hasta Merzouga, dónde encontrarán muchas opciones más económicas (como todo en Marruecos, regaten!). Yo les recomiendo hacerlo con Said, que es una gran persona y un excelente guía. Además habla perfecto español. Para contactarlo pueden o visitar su sitio web: www.exploresaharatours.com

Algunos datos más…

  • En la zona de Erg Chebbi hace un calor insoportable, así que procuren ropa ligera y mantenerse bien hidratados.
  •  No dejen de visitar las familias nómadas del desierto negro, ni hacerse una escapada por Khamlia.
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